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martes, 30 de marzo de 2010

CRÍTICA. PROMESAS DEL ESTE: LAS IDENTIDADES DE CRONENBERG.


No comparto, aunque si respeto, algunas opiniones que se han dedicado a (re)descubrir y, sobre todo, elogiar al director canadiense David Cronenberg a raíz de “Una historia de violencia” y “Promesas del este” ya que utilizan el salto cualitativo de estas dos películas (que lo es) para teorizar sobre la ruptura de las constantes cinematográficas de la carrera de Cronenberg, una idea que lleva supeditada la infravaloración de toda su filmografía anterior.


Se puede admitir, como poco, una evolución en su cine pero esta evolución es totalmente coherente y sin despreciar sus puntos de partida ya que Cronenberg viene vertiendo sus obsesiones desde sus orígenes y sigue haciéndolo todavía. La degeneración del cuerpo humano producido por enfermedades o virus (“Vinieron de dentro de…”, “Rabia”, “La mosca”), la sexualidad, muchas veces tomada también como una pulsión enfermiza (“Inseparables”, “Crash”) y el horror de la tecnología como evolución del propio cuerpo humano (“Videodrome”) han convertido a David Cronenberg en el baluarte del llamado cine de la “nueva carne”. 

 Sin negar que esta evolución se encuentra más marcada en “Una historia de violencia” o “Promesas del este”, Cronenberg ya había dado sus primeros pasos en películas suyas anteriores, tal vez cansado de ese cine directo de escenas escabrosas que producían efectos repulsivos a la hora de su visionado por parte del espectador. Cronenberg ha dejado en un segundo plano la degeneración física del ser humano y se ha lanzado al estudio psicológico de la mente como verdadero motor de la decadencia humana. Ya se intuía en “Inseparables” -donde hace convivir el deterioro físico con el psíquico (la evolución de los dos hermanos gemelos magistralmente interpretados por un hoy perdido Jeremy Irons) y la repulsión, o lo que se ve en pantalla, con el desasosiego, o lo que se intuye- para culminar finalmente en “Spider”, donde se sumerge en la realidad de la mente enferma de un esquizofrénico de forma brillante. 


 Tanto “Inseparables” como “Spider” ya contienen el único pilar inamovible de las constantes de su cine que no es otro que el de la identidad, una constante que Cronenberg refuerza tanto en “Una historia de violencia” como en “Promesas del este”. Hasta el momento, puede decirse que “Promesas del este” es la depuración última en el cine de Cronenberg aunque también se le puede acusar que, junto a la anterior, haya reculado hasta ciertas dosis de comercialidad algo tal vez necesario para obtener un mayor favor del público (la ya lejana “La mosca” ha sido su película con mejor carrera comercial). Puede entenderse entonces que el director ha perdido visceralidad en este camino aunque bien es cierto que para los que busquen atacarle por este flanco, Cronenberg otorga, como en un recordatorio, su firma indeleble a “Promesas del este” en sus escenas iniciales. El asesinato por degollamiento en la barbería, el desangramiento (uterino) en la farmacia de la prostituta en busca de ayuda y la escena del recién nacido sobre una mesa de hospital (tal vez la más impactante a nivel inconsciente ya que se sugiere un halo de monstruosidad en este plano que nos retrotrae a su anterior cine repulsivo) no hace sino que recordarnos quien es el director que se encuentra detrás de la cámara y que esa característica “nueva carne” ha ido moldeándose pero no ha desaparecido, adaptándose a las nuevas necesidades fílmicas de Cronenberg. 


Enmarcada en un Londres desconocido (muy lejos de la postal turística) Cronenberg, descubre de forma concisa y directa las características y los mitos de la emergente y cada vez más poderosa mafia rusa. (Por cierto, Viggo Mortensen, viajó por unas semanas y con su mochila a cuestas por diversos lugares de Rusia donde consiguió valiosa información que aportó a la película, además de un acento del este muy conseguido). No necesita de aspavientos hiperbólicos tan propios del cine de Martin Scorsese, ni la grandilocuencia operística que envolvía la trilogía de “El padrino” de Francis Ford Coppola para mostrarnos un mundo sórdido e implacable. Cronenberg adapta a su terreno, a través de un ejercicio magistral de contención (tanto a nivel narrativo como de puesta en escena), una historia que va mucho más allá del muy conocido ambiente mafioso cinematográfico, creando ese aspecto tan desasosegante que tienen todas sus películas gracias tanto a una atmósfera tan opresiva como a los secretos de todos los personajes, secretos que el director deja intuir pero no muestra hasta que lo considera necesario, dejando pistas aquí y allá, anunciando que algo va a explotar aunque sólo él sabe cómo y cuando lo hará, marcando los tiempos y jugando con el espectador al que atrapa en un continuo suspense producto de un rompecabezas de situaciones y emociones cuyas piezas va encajando lentamente. 


Cronenberg siempre ha gustado de enfrentarnos a nuestros miedos más profundos, destrozando esa muralla de naipes que suele ser nuestra seguridad personal. A diferencia de otros directores que buscan este mismo efecto acercándonos un peligro exterior, el director canadiense siempre se ha dedicado a hurgar en nuestros propios demonios internos. No hay escapatoria posible de algo que, parafraseando el título de una de sus películas, viene de dentro de nosotros, está en nosotros o, lo más terrible, también somos nosotros mismos. Todos tenemos un lado malsano oculto y Cronenberg siempre ha sabido descubrirlo. Tal vez por eso, la dualidad de la identidad que subyace en todos y cada uno de los personajes principales nos produce esa mezcla imposible de atracción y desasosiego. Sospechamos que algo esconde (no sabemos si bueno o malo) un personaje como Nikolai, el chófer interpretado de forma hierática y magistral por Viggo Mortensen, capaz de cortar los dedos a un cadáver para dificultar su identificación y advertir a Anna, la enfermera (Naomi Watts) que no continúe en su investigación. Sabemos que Semyon tiene una cara social como propietario de un restaurante que le sirve como disfraz para esconder su verdadero yo: capo de la organización mafiosa de los Vory V Zakone. Anna busca de nuevo su identidad tras haber perdido a su hijo (un sentimiento de culpa que le impulsa a sumergirse en este submundo). Y finalmente está Kirill, el (en un principio) despiadado y salvaje hijo de Semyon, uno de los personajes más complejos y fascinantes vistos en muchos tiempo, cuyo secreto oculto es el motor de toda la película y que es el que mejor ejemplifica esa dualidad (la que se muestra y la que se oculta) de la que estamos hablando. 

Poco a poco las identidades se quiebran, se nos irán descubriendo, al mismo tiempo que se ponen en duda códigos de conducta tan reconocibles como son el honor (Semyon es capaz de asesinar por guardar el honor de su hijo y, por tanto de su familia) y el deber (Nikolai es capaz de perder su verdadera identidad por su misión) que también son tergiversados por Cronenberg. Esa quiebra, esa duda conduce al estallido de la violencia (impecable la secuencia de un Nikolai desnudo luchando por su supervivencia en una sauna) porque, no muy en el fondo, el ser humano se descubre como un ser manifiestamente violento, guste o no. Y eso es algo que buscamos esconder. Y Cronenberg, gran conocedor del alma humana, lo sabe. 


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