Por mucho que a algunos les duela, la saga "Crepúsculo" le ha dado una nueva vida comercial a la industria del cine: se ha descubierto que las preadolescentes con las hormonas revueltas son un grandísimo caldo de cultivo para llenar las salas, reventar las taquillas y, por tanto, llenar los bolsillos de ciertos avispados productores que han decidido (al igual que se hizo con la saga de Harry Potter) dividir en dos películas, la parte final de las novelas en las que se han basado las películas.
Nada nuevo bajo el sol si no fuera porque nos acercamos al desenlace, estamos en el principio del fin: Por fin, la angustiada Bella y el soporífero Edward terminan por casarse. A partir de ahí, una esplendorosa luna de miel que acaba con el embarazo de Bella. Un embarazo difícil (mezcla genética de vampiro y humano) que pondrá en peligro a nuestra protagonista una vez más. Pero, ¿como conseguirá Edward esta vez salvar a su amada cuando el peligro viene del propio vientre de su reciente esposa y producido por el que puede ser el primer ser de una nueva generación y su propio hijo? ¿Y que tiene que decir al respecto nuestro hombre lobo pectorales favorito, Jacob?.
Muchas, pero que muchas preguntas que tendrán que esperar a ser desveladas en lo que va a ser el último capítulo de una de las sagas más lentas, repetitivas e insípidas de la historia del cine. ¡Ah! y que conste que hemos visionado las tres partes anteriores y ni siquiera David Slade, al que le tenemos un cierto aprecio a la hora de aforntar el género fantástico, ha conseguido levantarnos el ánimo en la tercera parte de esta saga milimetrada para ser lo que es, sea quien sea el director que maneja los cables detrás de la cámara. Para esta ocasión se ha elegido a un director de renombre, Bill Condon, que tiene incluso un Oscar pero, la verdad, es más una nueva operación de markéting que una apuesta por conseguir algo nuevo, algo diferente en una saga que no sorprende ya ni a aquellos que no son fans o ni siquiera les ha dado por leerse los libros.
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